Piensa en toda aquella gente que creía conocer a lo largo de su vida y que realmente no conocía, para bien y para mal, para su decepción y para su sorpresa. Fijaba su mirada en las personas, en los que parecían agradables, en los que se divertían, en los que parecían estar enfadados con el mundo… ¿Serían realmente como parecían ser?
Concentró su mirada en una nube informe, y mientras sus ojos se abrían poco a poco, como si estuviera valorando un salto a un gran precipicio, se dijo a si mismo: ¿Me conozco a mi mismo? Sonó la una del medio día.
Se levanta, camina, cierra los ojos, los abre y vuelve a mirar por la ventana concentrado. Un lastimero crujido de madera le devuelve a la realidad. ¿Me conozco a mi mismo? Se volvía a preguntar una y otra vez. ¿Cómo se puede creer que conocemos a los demás si en ocasiones actuamos de tal manera que valoramos la posibilidad de no conocernos ni a nosotros mismos?
Se calza unos viejos zapatos, muy usados pero llenos del cariño de lo que nos ha acompañado durante un largo viaje, sonríe, se despereza, mira por la ventana y vuelve a sonreír.
Sin más compañía que la de sus zapatos llenos de cariño y sus recuerdos, el portazo puso punto y final a su rostro apagado, a su mirada furtiva desde una ventana. Se esfumaron los recuerdos amargos de un pasado, se acabó el rumiar el presente y esperar junto a una ventana el futuro. Marchó con una sonrisa dibujada, se mezcló de nuevo con la gente, sin prisa, sin tiempo del que estar pendiente, dándose cuenta de que aun le quedaba mucho por contarse, mucho de lo que sorprenderse, mucho por lo que reírse de si mismo.
Comprendió que la vida no se mira desde una ventana…